Germán Felipe Vega Economist Instituto AMAGI |
Más allá de las
promesas y “realidades” descritas en campaña por los diversos candidatos, el
nuevo mandatario recibirá una economía estancada, con retrasos en infraestructura
que alcanzan los 40 años, un déficit fiscal galopante que amenaza con llegar al
7% del PIB, y una moneda devaluada hasta en un 17% en el primer trimestre, así
como el cierre de importantes empresas que suman más de 5,000 despidos en los
últimos meses.
Usando un discurso centrado en la ética en la
gestión pública, el nuevo oficialismo basa su “cambio de rumbo” en una apuesta
partidaria: poner a las personas indicadas en los puestos correctos mejorará el
rendimiento. El nuevo oficialismo achaca el estancamiento de Costa Rica a los
gobernantes, afirmando que basta con una renovación de jerarquías para enrumbar
de nuevo al país. Sin embargo, esto relega a un segundo plano la necesidad de
enmendar la institucionalidad costarricense: podemos cambiar a los jerarcas,
pero mientras las reglas del juego se mantengan no habrá cambio.
Durante las últimas décadas, la creación de
leyes en Costa Rica se ha disparado, llegando a tener prácticamente una
legislación para cada aspecto de la nación. El resultado, ha sido una
legislación cada vez más “formalizada”: el Congreso Costarricense se ha
encargado de convertir las leyes en reglamentos, incrementando exponencialmente el tiempo de
debate en el Congreso por divergencias que deberían ser reglamentarias, y creando
legislación que resulta en ocasiones inaplicable. Para cualquier gobernante,
sin importar su color político, hablar de cambios integrales a la legislación
costarricense para poder llevar a cabo una ínfima parte de su plan de gobierno
es prácticamente un imposible. Con una vida media antes de dos años en debate,
es difícil aprobar un proyecto de ley, y aun aquellos que logran ser aprobados
deben pasar por el escrutinio de la Sala Constitucional, único órgano de
casación en temas constitucionales. Quizás el ejemplo más fatídico ha sido la
reforma a la Ley de Tránsito local, la cual lleva ya dos administraciones
presidenciales en largos procesos de aprobación, rechazo, consulta y
reglamentación.
Un principio básico de la economía es que las
personas responden a incentivos, los resultados dependiendo de la forma en que
estos se aplican. Para beneficio de algunos, y detrimento del bolsillo del
contribuyente, las escalas salariales en el Estado han llegado a creer
incentivos perversos. La complejidad y arbitrariedad de los llamados “pluses”
estatales sobre sus empleados han
permitido la aprobación de beneficios que pueden rayar en lo abusivo: ciertas
instituciones han pagado a sus empleados por llegar a tiempo al trabajo, así
como otras permiten que sus colaboradores obtengan mayores ingresos de acuerdo
con la temperatura de los materiales con los que estén en contacto. Quizás lo
más preocupante es el acostumbramiento que se ha dado con respecto a las alzas
salariales. El régimen salarial vigente incluye lo que se conoce como
“anualidades”. Originalmente concebidos como montos pagados a los colaboradores
estatales por buen desempeño, actualmente se aplican de manera generalizada sin
importar la productividad del funcionario: las evaluaciones anuales de
desempeño no son vinculantes para el alza salarial por concepto de “anualidad”.
Adicionalmente, relevar a un funcionario del
gobierno de su cargo es uno de los trámites más engorrosos a lo interno del
Estado. Los procesos de despido deben seguir un proceso investigativo
exhaustivo, durante el cual el funcionario puede ser suspendido de su cargo con
goce completo de su salario. Los despidos únicamente se pueden dar en caso que
la investigación concluya que el funcionario cometió una falta grave, y aun en
tal caso el empleado puede apelar la decisión en un proceso aún más extenso
durante el cual continúa recibiendo íntegramente su salario. Para efectos
prácticos, un empleado estatal cuenta con un empleo de por vida, con alzas
salariales en términos reales aseguradas cada año, y con una probabilidad de
despido, aun si tiene bajo rendimiento, nula. Los incentivos son muy claros: con el mínimo
esfuerzo se obtiene el máximo resultado. Bajo esta concepción será difícil
cambiar la mentalidad de trabajo en el aparato estatal, en donde las quejas por
un pésimo servicio al cliente así como el “entrabamiento” deliberado de
trámites se convirtieron en parte del día a día.
Lo más
preocupante, son las ominosas herencias del paternalismo en la actitud
costarricense. Lo que una vez fue un enorme estado benefactor que incursionaba
en actividades que iban desde la vende al detalle de productos con pérdida
hasta el monopolio de jure sobre
telecomunicaciones, hoy es un estado grande, pero con un poco más de
permisibilidad para el accionar privado. Lo que una vez fue un estado que se
quedaba con las pérdidas en tiempos de vacas flacas pero se mantenía al margen
en épocas boyantes quedó en el pasado, y se responsabilizan (un poco más) los
individuos por sus decisiones. Estos cambios no han sido bienvenidos. Desde
organizaciones agrícolas clamando por el cierre de la economía a mercados
internacionales hasta propuestas legislativas para crear fondos de rescate para
personas endeudadas, cada día se acercan nuevos grupos de presión a demandar
que el Estado Costarricense solucione sus problemas y proteja sus actividades.
La añoranza por un Estado grande y benefactor es latente en Costa Rica, donde
todos la quieren celeste pero nadie quiere que le cueste. ¿Cómo pretender ser
una economía desarrollada a base de soluciones radicadas una especie de
modernización de la “petición de fabricantes de velas”?
Costa Rica en
efecto necesita ajustes para poder mejorar, algunos de los cuales deben
provenir del accionar del mismo aparato estatal. Es inadmisible saber que el
85% de los usuarios del seguro social experimenten dificultades con sus citas
médicas y que nadie se haga responsable. Tampoco debemos mantener políticas en
donde las poblaciones de menores ingresos paguen subsidios proteccionistas mal
aplicados a productores agrícolas. El ahora nuevo presidente de la república
don Luis Guillermo Solís se enfrentará a una institucionalidad costarricense
endeble, con múltiples grupos de presión clamando por proteccionismo estatal, y
un sector público altamente ineficiente. Será una prueba a su capacidad de
liderazgo y diálogo llevar a cabo estos tan necesarios ajustes, o de lo
contrario caeremos en el viejo adagio de Bastiat en donde “el estado es la
ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a costa de todos los
demás”.
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