Por Luis F. Ceciliano |
Durante esta última semana, se han acrecentado
las posibilidades de que una coalición liderada por Estados Unidos intervenga
militarmente en Siria, debido a la aparente utilización de armas químicas por
parte del régimen de Bachar al-Asad en contra de la población civil. Las
imágenes perturbadoras publicadas por la prensa internacional donde se observan
cientos de cuerpos apilados, especialmente de niños, después de un supuesto ataque
con gas sarín en las afueras de Damasco parecen finalmente constituir el agente
disparador que acabó con la paciencia de gran parte de la comunidad
internacional.
A pesar del revés sufrido por el Ejecutivo del
Reino Unido en su consulta de ayer al Parlamento sobre la conveniencia de
apoyar la eventual alianza militar, objetivamente fundada en los temores de los
británicos de que se repita el fiasco de Irak, ello no desmerita en forma
alguna el fondo del asunto: el imperativo moral
que obliga a la comunidad internacional a actuar.
Idealmente, debe ser el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas, mediante una resolución consensuada –similar al caso de la
razonablemente exitosa intervención en Libia–, el que autorice cualquier tipo
de acción militar que tenga como único objetivo proteger a la población civil
inocente, no solamente de los abusos de las fuerzas del gobierno, sino también
de los rebeldes y de los mercenarios extranjeros que operan por miles en
territorio sirio. Evidentemente, tras dos años de guerra civil y más de cien
mil fallecidos, ello no ha sido posible debido a la complejidad geopolítica y
estratégica que el conflicto reviste: por un lado, China y Rusia, en su
condición de miembros permanentes del Consejo, han hecho y seguirán haciendo lo
necesario para bloquear cualquier acción que pueda comprometer la posición de
Asad al frente del gobierno y, por ende, sus intereses económicos y militares,
particularmente expresados en las ventas de armas y bienes de consumo a Siria y
la seguridad de la base naval de Tartús; Irán, por su parte, no puede darse el
lujo de perder a su único aliado estable en la región, que le sirve de puente
para el tráfico de armas, víveres y dinero a sus protegidos de Hezbolá en
Líbano y de Hamás en Palestina.
Del otro lado del ajedrez están Turquía y las
monarquías del Golfo Pérsico, ricos estados petroleros tradicionalmente
animadversos a Siria y cuyos millones de dólares han permitido armar y sostener
a una rebelión que, si bien ha sido capaz de enfrentarse de manera consistente
contra el régimen, es esencialmente una reunión de grupos heterogéneos con
intereses diametralmente opuestos y, en muchos casos, infiltrados por
extremistas y yihadistas.
Ante todo este complicado panorama, ¿cuál
opción permitiría detener el baño de sangre? Existe en el derecho internacional
una doctrina denominada “la responsabilidad de proteger”. Básicamente, la
comunidad internacional tiene una serie de responsabilidades legales y morales para
proteger a los civiles –por la fuerza si es necesario– de crímenes de guerra,
crímenes de lesa humanidad, limpieza étnica y genocidio cuando los gobiernos
nacionales son incapaces de hacerlo.
De acuerdo con los expertos Jon Western y
Joshua Goldstein [1],
este precepto, concebido en los años posteriores al fin de la Guerra Fría y
puesto en práctica por primera vez en Somalia (1992), exhibió carencias
importantes que se repitieron en Bosnia (1992) y Ruanda (1994) que, aunadas a
las posiciones de figuras como Samuel Huntington y Henry Kissinger, presagiaban
su fracaso. Sin embargo, el aprendizaje de los errores cometidos y la
integración de la doctrina a un abanico más amplio de herramientas para
gestionar conflictos, dentro de los que destacan los mecanismos cada vez más
eficientes de los tribunales criminales internacionales, permitió llevar a buen
puerto la guerra en los Balcanes (1995), la guerra civil en Kosovo (1999), el
conflicto independentista en Timor Oriental (1999) y, más recientemente, la guerra civil en Libia
(2013). No obstante, volvió a fracasar miserablemente en Sudán (2012).
Así las cosas, es irrefutable que los
resultados de la responsabilidad de proteger no han sido los mejores, pero ello
no significa que la doctrina deba abandonarse per se. En este caso, una aplicación razonable de la misma a nivel
del conflicto en Siria sería esperar a que el equipo de las Naciones Unidas
comisionado para investigar el aparente uso de armas químicas pueda rendir su
informe en los próximos días. Si se confirma que el gobierno de Asad echó mano
de este tipo de armamento, en franca contravención a la ley internacional y al
derecho que regula los conflictos armados, la respuesta militar de la comunidad
internacional debe ser expedita, contundente y proporcionada, preferiblemente
con la autorización del Consejo de Seguridad. Se buscará el menor daño
colateral posible y evitar el desembarco de tropas o la invasión del
territorio; el uso de la fuerza tendrá como único objetivo proteger a la
población civil y detener o bajar la intensidad el conflicto con miras a presionar
a las partes beligerantes para que se sienten a la mesa de negociaciones inmediatamente.
Ciertamente, la responsabilidad de proteger no
es –ni pretende ser– una panacea. Pero también parece claro que, en las circunstancias
actuales, el costo de no hacer nada es mucho mayor a las erogaciones materiales
y humanas que implicarían una intervención. Acompañada de mecanismos no
militares tales como la diplomacia, la ayuda humanitaria bien dirigida y la
posibilidad de una integración efectiva de todos los actores políticos del país
dentro de un proyecto nacional, puede representar una oportunidad única para
terminar con este conflicto que sigue desangrando a Siria.
El uso de la fuerza contra un Estado soberano
nunca fue, es ni será popular, pero como bien lo dice el general Roméo Dallaire
[2]
en su obra Estrechando las manos del
diablo:
“Canadá y otras
naciones que suministran personal para el mantenimiento de la paz se han
acostumbrado a actuar si, y solamente si, la opinión pública mundial les apoya
–un peligroso camino que desemboca en un relativismo moral en el cual un país
se arriesga a perder la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, un
concepto que algunos jugadores en el concierto internacional ven como anticuado”.
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