1 de marzo de 2012

Los aplaudidores

Por: Diego Segura Cano
Columnista del Instituto AMAGI

En esta vida hay que ser consecuente. Principio central del actuar humano que casi nadie cumple. Ser consecuente sirve para varias cosas; en primera instancia para estar bien con uno mismo, saber que no se anduvo todo el día diciendo una cosa y haciendo otra, y luego para poder siquiera trazar algún camino por donde transitar, o sea, no andar en modalidad abejón de mayo pegando aquí y pegando allá. Para otras cosas sirve el ser consecuente, y hay quienes lo ven desde un lado más espiritualista y otros desde un punto de vista más pragmático. Pero al final esto no importa, casi nadie es consecuente, a veces por falta de pensamiento y a veces por total y absoluta alevosía y ventaja. Esta es Costa Rica, la tierra de la inconsecuencia. O en dialecto de Diego: la tierra de los pendejos. Lindo nombre.
Yo hago mis esfuerzos por ser consecuente. Si escribo para el Instituto Amagi no ando hablando de nacionalización bancaria, más impuestos para aumentar el gasto social, poner más aranceles, ponerle trabas a la inversión extranjera directa, encarcelar comunistas. Nada de esto, soy consecuente y por ello mis opiniones no buscan entrar en contradicción con el liberalismo, más bien buscan sostenerlo y apoyarlo. Mi personalidad no es la más dulcita que uno se pueda encontrar en la calle, tiendo a ser burlista, choteo a la gente, los señalo y me río de ellos; y como soy consecuente no reniego de mí mismo, así soy y así ando por la vida, burlándome como lo hice de don José Luis hace unas semanas. Así mismo.
Pero me pudre la gente inconsecuente. Son los que me amargan el día. La otra semana estuve reseñando las marchas del No al TLC en las cuales participé, y me acordé de un episodio que no mencioné en su momento, pero que ahora, con los eventos más recientes, considero necesario traer a colación.
Las marchas comúnmente terminaban en la Asamblea Legislativa, ahí en Cuesta de Moras. Se entraba ya fuera por la Avenida Central o por la Avenida Segunda. En los alrededores de lo que fuera el Cuartel Bellavista, actualmente el Museo Nacional, se sentaban los sindicalistas, los maestros y los estudiantes a descansar la sudada de camisa que representó la marcha. La Plaza de la Democracia la tomaban para conciertos improvisados y discursos no menos improvisados. Ahí hacíamos parada. Los más aguerridos y comprometidos con la causa se quedaban la noche entera, todos juntitos haciendo calor en círculo, mientras los diputados dormían con sus familias en sus casas. Como yo no era de los aguerridos esperaba una hora viendo a la gente, escuchando a cualquiera, y luego bajaba hacia las paradas de Heredia para tomar rumbo a mi casa, o agarraba bus a San Pedro para llegar a clases.
Un día de marcha estaba yo en la esquina sureste del Museo Nacional, desde donde se observan bien los Tribunales de Justicia, y veo a unos viejecitos con sombreritos muy bonitos subiendo a duras penas la cuesta. Yo, ignorante, no entendí por qué les aplaudían. Pregunté a un amigo cercano y me dijo: ellos pelearon en la Guerra Civil. Para qué me dijo, mejor se hubiera quedado callado. Eso fue como liberar al Kraken, que según El libro de los seres imaginarios de Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero “es una especie escandinava del zaratán y del dragón de mar o culebra de mar de los árabes”. O en referencia más común: ese bichote que salió en la película The Clash of Titans.
A mí no me da la gana aplaudirle a esos viejos con sombreros bonitos.
Mientras escribo esto tengo a la par mía las fotos de mi abuelo Aníbal. En la primera que sostengo sale con su traje de soldado en guardia. No le adivino los colores a la foto amarillenta aunque intuyo que usa zapatos cafés, corbata del mismo color que la camisa de manga larga y el pantalón, al igual que el sombrero, en su hombro izquierdo lleva un escudo oscuro del cual no distingo nada. Sé puesto que me contaron que esta foto fue tomada en Panamá. Se encuentra a la par de un barco tapándole el nombre. En la segunda foto, que me parece no debe haberse tomado muy lejos de donde se tomó la primera, sale mi abuelo en una posición firme con los brazos en la espalda. A su izquierda está una línea férrea, a su derecha el mar. Estas son las únicas fotos que tengo de él. Pero además aquí bien resguardado mantengo su carnet del ejército. En este consta que Asdrúbal Segura U. (pusieron por error Asdrúbal en vez de Aníbal, y por eso es que este carnet llegó a conservase) pertenece al Ejército Nacional de Costa Rica, su grado es Raso. La fecha de emisión del documento de identificación es el día 15 de junio de 1948, Unidad Ac. Militar. En el reverso consta que mi abuelo Aníbal medía 1,70 metros, o sea 9 centímetros menos que yo, que pesaba 129 libras, su cabello era negro al igual que sus ojos. Nació un 9 de enero de 1927. Somos, él y yo, prácticamente iguales.
E insisto, no me da la gana aplaudirle a los veteranos de la Guerra Civil. Mi abuelo Aníbal, soldado raso, calderonista, peleó contra aquellos forajidos que más tarde pasarían a llamarse el Ejército de Liberación Nacional. Luchó con fusil en mano defendiendo el gobierno de Rafael Ángel Calderón Guardia, y la única razón por la cual no lo mataron (aunque luego lo haría la Caja Costarricense de Seguro Social) es porque Dios está en el cielo y el Diablo en el infierno. Nada más.
Así que a mí no me vengan a hablar de veteranos de la Guerra Civil, cuando esos son los veteranos que perviven de los figueristas que armaron un zafarrancho en este país y derramaron tanta sangre. Y que ni se les ocurra que voy a andarle aplaudiendo a un pendejo, que entre más viejito que esté, puede ser el mismo cabrón que hace 64 años andaba armado haciendo el esfuerzo de dejar a Abuelita viuda. Y que tampoco se les ocurra que voy a andarle aplaudiendo (como vi a varios hacerlo) a ese otro cabrón de José María Figueres Olsen que vino hace unos días y como quinceañera de plata se pegó una bailadota con todos los diputados y diputadas de la Asamblea Legislativa.
Yo soy consecuente. ¿Estamos?

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