27 de enero de 2012

La guerra perdida

Por: Luis Fernando Ceciliano
Coordinador Asuntos Económicos del Instituto AMAGI


Aunque ciertamente acostumbro a escribir poco – por no decir nada –, hace un par de días observé un documental televisivo sobre la impresionante expansión de la mal llamada “guerra a las drogas” sobre territorios centroamericanos, el cual me dejó pasmado y de alguna manera me motivó a redactar este artículo. ¿Por qué? Sencillamente porque Costa Rica es un país de Centroamérica.

La situación es en extremo alarmante: lugares otrora ajenos a la espiral de violencia que ha cobrado decenas de miles de muertos en México y ciertas regiones de Guatemala, parecen haber retornado a los horrores de las luchas fratricidas de los años ochenta, cuando todo el istmo se desangró en otra guerra que, al igual que esta, no tenía ningún sentido. Dada la presión policial y militar de las autoridades mexicanas y guatemaltecas en estrecha colaboración con las estadounidenses, las mafias colombianas y mexicanas han empezado a trasladar parte de sus operaciones a zonas de Honduras, El Salvador y, en menor grado, Nicaragua. Lugares parte de la denominada región del “Trifinio”, punto de convergencia fronteriza guatemalteco – salvadoreño – hondureño, y el Golfo de Fonseca, territorios donde históricamente la presencia efectiva del Estado ha sido prácticamente nula, han pasado a formar parte del exclusivo club que agrupa a los lugares más peligrosos del mundo, al mismo nivel de Somalia, Chechenia, Cachemira o la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur.

Es así como vastas extensiones geográficas dentro de los citados países han caído bajo el dominio del crimen organizado, que ha creado una suerte de pseudoestados con estructuras e “instituciones” encargadas de implementar y preservar la autoridad mafiosa, al tiempo que brindan ciertos servicios públicos elementales a sus pobladores, a cambio por supuesto de su silencio y lealtad, todo al mejor estilo de la tristemente célebre – y dichosamente extinta – Zona de Distensión del Caguán, en Colombia.

La guerra frontal que las autoridades pelean todos los días contra los ejércitos privados de los narcotraficantes ha sido inútil y ruinosa, tanto en términos económicos como humanos. Por ello, es absolutamente imperativo despenalizar, de forma ordenada y progresiva, el consumo de sustancias sicotrópicas hasta ahora prohibidas, como mecanismo efectivo para llevar el narcotráfico a la bancarrota. Los resultados de la denominada “Época de la Prohibición” durante los años treinta en los Estados Unidos representan, por mucho, la mejor demostración de que vamos por la vía equivocada en cuanto al abordaje que se le ha dado al tema de las drogas: desplazamiento de víctimas, acrecentamiento de la corrupción en las esferas políticas y en los cuerpos de seguridad, parálisis y destrucción de las economías locales, surgimiento de grupos armados irregulares   y, sobretodo, pérdida de vidas inocentes.

Y es que son precisamente los traficantes de estupefacientes los más interesados en perpetuar esta guerra, pues los beneficios económicos exagerados que genera un negocio hasta ahora ilegal jamás podrían ser alcanzados en el marco de una actividad legítima y transparente. Sin embargo, quisiera hacer un paréntesis y no descartar del todo la posibilidad de que ciertos grupos política y económicamente influyentes estén también a gusto con el status quo, en tanto es innegable que existe toda una industria proveedora de bienes, servicios y capitales necesarios para sostener la guerra. Que cada lector saque sus propias conclusiones en cuanto a ello.

Estoy absolutamente convencido de los terribles efectos que, sobre la salud, generan determinadas sustancias sicotrópicas. Sin embargo, su producción, distribución y consumo debe ampararse en decisiones soberanas de cada persona en el más puro y responsable ejercicio de su libertad, dentro de un sistema legal apropiado que proteja a las otras personas de posibles consecuencias colaterales indeseadas. De otra forma, es cuestión solamente de unos pocos años para que Bahía Salinas se constituya en el primer territorio costarricense que ostente el dudoso honor de compartir niveles de peligrosidad con la Franja de Gaza.

Espero que mi próximo artículo provenga de una motivación menos trágica.

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